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Tomamos un desayuno aceptable con nuestras provisiones y cargamos el coche para dejar el alojamiento y poner rumbo a Mmatshumo, a unos 35 km de aquí, donde llegamos hacia las 9 de la mañana. Como ya sabíamos que necesitaríamos un 4x4 para llegar a Kubu, y dado que ayer no nos pareció adecuada la oferta que nos hicieron en el apartamento, llegamos hasta la oficina de los rangers de Mmatshumo, que estaba a la entrada del pueblo (el pueblo es muy, muy pequeño) y donde vimos un gran cartel en su puerta que indicaba que abrían a las 2 de la tarde. ¡Esto no hay quien lo entienda! Lo único que tiene este pueblo (y los de alrededor) es precisamente la isla Kubu, a la que se tarda en llegar entre hora y media y dos horas, y entonces van y cierran la oficina durante toda la mañana.
Preguntamos en la única tienda del pueblo si conocían a alguien con un 4x4 que quisiera llevarnos a Kubu, estar un rato y volvernos. Hay gente que gusta de quedarse a dormir, una o más noches, pero no era nuestro caso, primero porque no llevábamos equipamiento para ello y, segundo, porque en 3 días volábamos de regreso a España. La joven de la tienda nos dijo que fuéramos a la oficina y preguntáramos allí, y cuando le dijimos que estaba cerrada, o no nos creyó o nos tomó por tontos, pues hasta que no nos acompañó (estaba a 200 m) y leyó el cartel con sus propios ojos, no salió de su asombro. Reiterada la pregunta de si conocía a alguien en el pueblo con un 4x4 que quisiera ganarse unos dólares, tomó su móvil y lanzó un par de llamadas, tras lo cual nos dijo que esperásemos, cosa que hicimos durante unos 20 minutos.
Entonces apareció lo que menos imaginábamos encontrar por aquí: un Volvo S60 de color blanco, impoluto y nuevo de donde se bajó un sujeto de unos 40 años, con americana y pantalones blancos, camisa a juego y unas chanclas que rompían el hechizo, con el que entablamos conversación y que nos confirmó que sí, que tenía un 4x4 para llevarnos a Kubu. Le dijimos nuestra pretensión de salir ya, pasar por allí un par de horas recorriendo aquello y volver al pueblo para seguir nuestra ruta a Serowe. Dijo que, de acuerdo, y cuando le preguntamos el precio nos dijo que 2.000 pulas. Era poco más de la mitad del precio de ayer (unos 130€) cosa que nos pareció más acorde (sabíamos que el 4x4 sería para nosotros solos), aunque, estando en Botswana, tocaba regatear. Yo agité delante de sus ojos 1.000 pulas en billetes de 200, pero su carcajada sincera me dio a entender que le parecía una oferta muy escasa, así que, como dicen en los pueblos, “ni pa tí, ni pa mí”, cerramos el trato en 1.500 pulas (poco más de 95€) con un apretón de manos y nos dijo que le siguiéramos con nuestro Toyota.
Con la ilusión propia de ver que ¡por fin! íbamos a realizar una de las más deseadas excursiones programadas, fuimos detrás de su Volvo unos 500 m y llegamos a una casita muy cuidada, con su huerto y su gallinero, donde estaba su mujer y su hijo. El 4x4 en cuestión era un Toyota Hillux, pero de cuando Kiichiro Toyoda (el fundador de la marca) debía ser un chaval. Lo bueno: era un 4x4, llevaba unas ruedas nuevas y mucho más grandes de lo normal, era de un brillante azul celeste y nos iba a costar menos de 100€. Lo malo o regular: tenía muchísimos años y solo 2 asientos en la cabina.
A los 5 minutos salió nuestro hombre totalmente reconvertido, pues el incomprensible traje blanco se había transformado en el verdoso uniforme de los rangers del parque (¡era uno de ellos!). Le preguntamos cómo íbamos a ir los 3 en la cabina y dijo que no había problema, pues puso un cojín sobre el espacio central donde iba el cambio de marchas y ¡listo! Lógicamente le dijimos que esa no era solución para hora y media de trayecto (y otro tanto de regreso) ni por seguridad ni por comodidad. Me dijo que condujera yo y que él se sentaría en el espacio del cojín. Le dije que no, que prefería que condujera él, pero que no veía como nos íbamos a apañar. Viendo que ya eran más de las 10 e intuyendo que íbamos a perder la única ocasión palpable de llegar a Kubu, todos miramos pensativos hacia la caja abierta de detrás de la cabina. Así que mi mujer, que si se atreve a seguirme por medio mundo en estos viajes es porque es realmente aventurera, dijo que ella viajaría en la caja. Ipso facto la esposa del ranger sacó una mullida e impecable colchoneta y varios cojines grandes, que dispuso en la parte de atrás, previa limpieza de cuantos trastos había por allí. Agua, gorra, pañuelo para el polvo y ¡hasta una enorme sandía! que la buena mujer dejó en la caja “por si le daba sed”, fueron los avíos necesarios para lanzarnos a esta improvisada odisea, pero sabiendo que la ocasión la pintan calva. O eso, o nada.
Y así, después de trasvasar combustible con una goma de un bidón que apareció misteriosamente, nuestro ranger arrancó el monstruo celeste, cuyo capó empezó a vibrar exageradamente, no sabemos si porque debajo había más caballos de lo normal o porque los anclajes tenían sus años y, despacito, fuimos saliendo del poblado hasta enfilar la pista que nos llevaría en, hora y media, hasta la mítica isla de Kubu.
El camino era infernal, pues esta Hillux, a pesar de su gran altura y sus enormes neumáticos, daba más tumbos que una lavadora centrifugando a 10.000 rpm. Aquello vibraba hasta el infinito, saltaba y brincaba como un rebaño de cabras salvajes y nos sometió a un despiadado masaje complementario y gratuito que, o nos dejaba maltrechos o nos recolocaba todos los huesos alterados por 18 días de viaje. De vez en cuando, los pasajeros de cabina, echábamos la vista atrás para ver si la “tercera pasajera” seguía entre nosotros o la habíamos perdido en algún bache o socavón. Allí seguía, en una imagen cuando menos surrealista, sentada y sujetándose, con ambos brazos, a los laterales de la caja. Las polvaredas que levantámos eran espeluznantes. Yo creo que, de haber tenido que conducir semejante trasto por tan desiguales caminos, no estoy seguro de que lo hubiera conseguido. Los paisajes se sucedían: grandes cañaverales que envolvían la Hillux hasta el techo con extensiones arenosas que se perdían en el horizonte, junto a pedregales de varios palmos de desnivel (que hacían tumbarse el todoterreno peligrosamente) o saladares infinitos y deslumbrantes que cegaban la vista.
Algo más de una hora después de tanto salto, al fondo apareció una breve colina, que, a medida que nos acercábamos, resultó ser la “isla”, la cual sobresalía unos cuantos metros sobre la planicie inabarcable. Llegamos al puesto de control donde todos los demás rangers saludaron a nuestro conductor y colega suyo, y donde nos cobraron las correspondientes tasas de (145 pulas, 2 adultos y un coche, aunque el coche fuera propiedad de un ranger). Le entegué al cobrador un billete de 200 pulas (13€) y éste nos dijo que no tenía cambio, que entrásemos y a la salida me darían las vueltas.
Nuestro conductor nos acercó hasta la elevación donde están los árboles y roquedales, tan significativos de estos parajes, y comenzó a dar la vuelta a la isla, de modo que durante una hora y media fuimos espectadores activos de tan hermosos parajes (esta vez íbamos los dos subidos en la caja abierta, haciendo fotos y vídeos). Hicimos suficientes paradas en muchos lugares que pedían fotografías a gritos. Varios baobabs, algunos enormes, fueron el fondo de las instantáneas, así como algunos vericuetos rocosos por donde se “entraba” o “subía” al centro de la isla, igualmente impresionantes. Vimos varias cámaras fotográficas ancladas en sus trípodes (supongo que en exposición) y hasta dos docenas de furgonetas y todoterrenos con personas por allí acampadas, con algunos servicios de cabina de plástico estratégicamente repartidos. Y nada más que los infinitos horizontes salados que nos rodeaban.
El lugar bien merecía la pena y los esfuerzos por llegar hasta aquí. Fotos y fotos, y vídeos y más vídeos, es lo único que está permitido llevarse de “Kubu Island” (que no es poco). Serían ya las 2 pico cuando nuestro ranger nos preguntó si nos parecía suficiente, respondiéndole que sí, que podíamos volver a Mmatshumo y dejar atrás estos paisajes irreales y casi fantasmagóricos. Y de nuevo pasamos por el arco de control de s, donde seguían sin cambio y, antes que padecer un “redondeo estratégicamente calculado”, le dijimos al cobrador que, cuando lo tuvieran, se lo entregasen a este nuestro chófer que, al fin y al cabo, era “de la casa”. Ya fuera, con la isla a nuestra espalda, nos enfretamos a la incertidumbre de saber por donde había que volver a Mmatshumo. Afortunadamente nuestro conductor conocía aquello como la palma de su mano, pues no había ni carteles, ni señales, ni siquiera rodadas que hicieran pensar que había que girar a izquierda, derecha o seguir rectos. Y tras poco más de una hora agitándonos más que a la ida (ahora íbamos mucho más rápidos) llegamos a la casa de este buen hombre, donde, mal que bien, bajamos de la cabina o de la caja abierta, llenos de polvo, pero repletos de ese espíritu aventurero tan propio de los pocos años, lo que nos vino bien para comprobar que, a nuestra edad, todavía se pueden hacer determinadas barbaridades (siempre controladas, claro).
Antes de salir la había dicho al ranger, si a la vuelta podría ponerle “un alambre” a una tapa protectora que nuestro Toyota llevaba por debajo del cárter y que se había soltado en los endiablados caminos de ayer, y como me dijo que sí, rápidamente se tumbó bajo nuestro coche para “remendar” ese pequeño desperfecto. Cuando vi que se iba al gallinero a cortar un trozo de alambre cualquiera, le enseñé unas cuantas bridas y prisioneros (como eso ocupa poco y nunca se sabe si nos harán falta, siempre los llevo en el fondo de la maleta) y se le iluminó la cara, de modo que le dejé todo el cargamento para lo que pudiera servirle y me dispuse a pagarle las 1.500 pulas convenidas. No se como había hecho las cuentas, pero solo llevábamos 1.400 pulas, así que le ofrecí el equivalente (más una jugosa propina) en billetes de dólar, y entonces, me dijo que prefería las pulas, aunque fueran solo 1.400, puesto que le resultaría muy difícil cambiar los dólares en el pueblo. Yo, que estaba casi averzongado por no haber calculado tener las pulas necesarias, me deshice en excusas e intenté de nuevo darle dólares, pero se mantuvo firme y me volvió a decir que con 1.400 pulas estaba bien, así que eso hicimos y nos despedimos de tan buena gente, para volver a Letlhakane y de ahí, tomar la A14 para llegar en un par de horas a Serowe, donde dormiríamos esta noche.
Aprovechamos para comer algo en el centro comercial de Letlhakane, donde nos ocurrió algo curioso que nos enseñó como funcionan los más humildes de este país. Habíamos comido en otro de los conocidos “Nando’s” y lo habíamos hecho con una botella grande de resfresco. Al salir al coche, vimos a 3 chiquillos, de entre 7 y 10 años, que nos pedían algo (es relativamente frecuente encontrar personas o niños pidiendo). Viendo la cara del mayor que no dejaba de mirar la botella de Coca-Cola, enorme, todavía fresquísima y mediada de contenido, la decisión fue fácil: le entregamos la botella. Nos dieron las gracias como solo saben hacer los niños de África, y lo más curioso, se fueron a la sombra donde el mayor procedió a repartir equitativamente el líquido en otros dos recipientes que sacaron de no sabemos donde, de modo que cada crío llevaba la misma cantidad de refresco. Toda una lección.
Llegamos a Serowe poco después de las 5 y nos encaminamos hacia el hotel de esta noche. Dos días antes de llegar a esta ciudad, nos llegó un mensaje de Booking donde nos decían que nos cambiaban nuestra reserva en el “Agago Boon Guesthouse” por otra en este “Hotel Serowe”. Fue fácil dar con él pues la dirección era buena. Estaba en las afueras y a unos 10 minutos en coche de los centros comerciales. Era todo un hotel con unas 30 habitaciones, todas en planta baja, frondosos jardines y bar. Era fácil aparcar dentro del recinto, aunque no siempre cerca de la habitación asignada. Nos dieron la número 5, con tamaño suficiente, una cama grande (colchón y sábanas aceptables), mesillas y lamparitas, aire acondicionado, nevera, tetera, agua de cortesía, TV, armario, escritorio y escabel para una maleta. Decoración africana y nivel de limpieza aceptable. El baño era amplio, con inodoro y lavabo bastante nuevos y una bañera más una ducha al suelo con buena agua y toallas pasables. El mando de la TV no funcionaba, tampoco el del aire acondicionado, así como una de las lámparas, lo que se solucionó con una visita del personal del hotel. Lo que no funcionó bien fue la nevera, que hacía demasiado hielo, pero enfriaba muy poco. Nuestro cambio de reserva no incluía desayuno (lo que no nos importó, pues queríamos salir como mucho a las 6 pues teníamos por delante el cruce de la frontera sudafricana y más de 500 km hasta Pretoria), pero curiosamente este cambio, comportó pagar unas 140 pulas más que el precio de nuestra primera reserva en el Agago Boon.
Dejado el equipaje salimos a tomar algo a los centros comerciales, donde vimos que todo estaba a oscuras y en fase de cierre, así que nos dimos prisa y volvimos al hotel para dormir nuestra última noche en Botswana.
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