Después de un desayuno perfecto, y poco después de las 8, cargamos el equipaje y nos encaminamos hacia la salida de Tsumeb para tomar la C42, que, a pesar de ser una “C”, estaba asfaltada de aquella manera, pero, al fin y al cabo, asfalto, por lo que llegar a Grootfontein, nuestra próxima parada, fue cosa de poco más de media hora. Sin embargo, a los pocos kilómetros vimos un cartel con el anuncio de un poblado himba.
El poblado himba que teníamos previsto visitar era el de Omapaha, a pocos kilómetros de la entrada de Okaukuejo, pero en su momento preferimos no hacerlo. Me explico. Estos poblados donde supuestamente se visita una tribu y, en teoría, se puede conocer su forma de vida, nos imponen mucho respeto, pues, en el fondo, estamos convencidos de que son reclamos turísticos donde, un espabilado con más o menos ética, utiliza a estas gentes (casi siempre con un consentimiento más o menos tácito) como si fueran monos de feria, a los que, posiblemente, se les entrega una parte de la “cuota” que se paga al espabilado (que, a veces, es el “eterno hombre blanco”). Nos hemos encontrado varias veces ante situaciones semejantes (los yao o los akha en el Triángulo de Oro de Tailandia, los nubios en Asuán, los navajo en Monument Valley en Arizona, o los bora del Amazonas en Iquitos, donde al final sí realizamos la visita, la cual resultó una experiencia penosa…) y tan solo hemos accedido cuando estábamos seguros de que íbamos a presenciar un espectáculo cultural o folklórico oficialmente organizado donde sus protagonistas, aún siendo de una tribu, eran verdaderamente actores respetados. Y así visitamos a los suazis en su “Manzini & Swazi Cultural Village” en la Reserva Natural de Mantenga (Swazilandia), donde estudiantes universitarios desarrollaron, perfectamente organizados por los organismos gubernamentales de turismo y en horarios cerrados (previo pago de una tasa oficial), unos bailes y danzas típicas en un escenario debidamente preparado, nos enseñaron un poblado construido ad hoc para ese fin e intercambiaron con los más de cien turistas que asistimos, las más variadas impresiones. Y repetimos experiencia en Rotorúa (Nueva Zelanda) para disfrutar, junto a otro centenar de visitantes, de una “haka” con actores maoríes, descubriendo igualmente un poblado y llegando a degustar una simpática cena, todo ello debidamente estructurado, con horario y previo pago de un importe, por cierto, nada desdeñable.
Todo esto lo refiero porque, aun habiendo visto el cartel del poblado himba, y siendo mucha la tentación de visitarlo, decidimos no hacerlo, por nuestro absoluto respeto a estas buenas gentes. En cualquier caso, ya habíamos tenido la ocasión de ver a varias mujeres himba por la calle, ataviadas con sus ropas y sus peinados habituales, y ver la curiosa capa de arcilla roja con que cubren sus cuerpos. Incluso, en más de una ocasión, visitamos los puestecillos de artesanía que algunas de estas mujeres habían instalado en Walvis Bay u otros poblados, donde, además, hicimos alguna compra. Pero creo que este es otro contexto más natural y muy diferente al de “meternos” en sus poblados, como a la fuerza, con la prepotencia que los “blancos” solemos demostrar en estos casos (a veces inconscientemente), desde la seguridad que nos da llevar muchos dólares en los bolsillos, en no ir medio desnudos y, especialmente con los más pequeños, en vernos en la obligación de practicar una falsa condescendencia y paternalismo, entregándoles media docena de bolígrafos o unos caramelos. Pido disculpas anticipadamente hacia quienes que no coincidan con nuestros pensamientos.

Seguimos camino y poco antes de Grootfontein, vimos el cartel para desviarnos a nuestra derecha, por la D2859, una pista en medianas condiciones que, en unos 20 kilómetros, nos llevó a una de las paradas previstas para hoy. Se trataba del meteorito “Hoba”, del que se dice que es el más grande y pesado del mundo (66 Tm repartidas en un bulto de unos 3 m de ancho por otros tantos de largo y casi 1 de altura), siendo una "ataxita", es decir, está compuesto de hierro (un 84%) y níquel (un 16%), con algunos gramos de cobalto. Se descubrió en 1920 y se calcula que impactó “blandamente” (sin hacer un cráter) hace unos 80.000 años.
Hoy se puede visitar porque el gobierno namibio ha creado una reserva o parque natural a su alrededor (además de una zona de barbacoas, y del “anfiteatro” que rodea al meteorito, no hay otra atracción en todo el “parque”), donde hay aparcamiento vigilado y hay que pagar una entrada, proporcionalmente la más cara de todas las que hicimos en Namibia, pues la funcionaria nos cobró (con su correspondiente tique) nada menos que 500 ND (unos 25€) por la visita, que, por mucho que la queramos exprimir para “amortizar” el pago, no nos llevará ni una hora. En cualquier caso, es una curiosidad que, considerando los nada abundantes puntos de interés turístico que nos ofrece el país, debemos procurar visitar.

Terminada la sesión fotográfica (hay tienda de recuerdos, pero sin nada de interés) retomamos camino hacia Grootfontein, esta vez por la D2095, teóricamente en mejor estado, pero mucho más difícil en la realidad, pues las reciente lluvias habían convertido las cárcavas pedregosas en blandísimos barrizales donde era complicado conducir sin salirnos del camino. Poco antes del pueblo, nos incorporamos a la B8, perfectamente asfaltada que en menos de 4 horas (360 km) nos llevaría hasta la segunda ciudad de Namibia, a la que llegamos sobre las 2 de la tarde, comprobando que sus casi 50.000 habitantes no habían dotado a la ciudad del más mínimo atractivo urbanístico, resultando un poblacho, grande pero destartalado, donde lo único interesante eran dos mercados locales (uno, el de “Kehemu Open market”, cercano a nuestro alojamiento, y el otro, el “Rundu Open Market”, algo mayor y con puestos de artesanía, especialmente ropas y textiles), algunos centros comerciales modernos, varias gasolineras y una calle principal rodeada de comercios y restaurantes, donde estaba la vida del pueblo.
El otro gran atractivo de Rundu es el famoso río Okavango, larguísima frontera natural entre Namibia y Angola, y muchos kilómetros más al este, entre Namibia y Botswana. Estamos a las puertas de la llamada “Franja del Caprivi”, estrecho territorio namibio que se adentrará por unos 500 km hacia el este hasta Katima Mulillo, donde otro mítico y gran río africano, el Zambeze (el de las cataratas Victoria), también será frontera, en algún momento, entre 5 países: Namibia, Angola, Botswana, Zambia y Zimbabwe.
Buscamos en “Maps.me” el guesthouse “Unkurungu”, que al menos ofrecía un nombre de lo más étnico y sonoro, reservado tan solo como un lugar de fácil y con espacio para aparcar. Como ya he reseñado, este alojamiento está muy cerca del mercado local Kehemu, pero a 15 minutos en coche de la zona comercial. Tiene aparcamiento interior para 4-5 coches y unas 8 habitaciones. La nuestra, bien de tamaño, tenía una cama doble (más otra individual) con colchón y sábanas blancas aceptables. Nevera, una mesilla, un mueble a modo de armario con 4 perchas de alambre y un baño estrecho, con lavabo pequeño, inodoro, ventana exterior y ducha con cortina, floja de agua y con toallas mediocres. Un jardín asilvestrado con un mínimo espacio exterior donde sentarse entre plantas y flores. Aire acondicionado. Wifi bien (mientras hubo luz) y nivel de limpieza mejorable. No fue fácil dar con el sitio pues el cartel de la puerta estaba totalmente descolorido y no se leía. Las habitaciones ofrecían un nivel de decoración (espartano) y de limpieza muy mejorables. En las fotos parecía otra cosa. El aire acondicionado no enfriaba, aunque si hacía ruido. Por desgracia, hacia las once de la noche, se fue la corriente (o alguien del hotel la quitó, porque las luces del jardín seguían funcionando) de modo que nos quedamos sin el mínimo aire acondicionado (en una habitación que estaría a más de 25 grados) y sin nevera, y en la que no podíamos abrir ventanas (por los muchos mosquitos y otros bichos). A la mañana siguiente, cuando le dijimos a uno de los empleados que estábamos sin luz, se limitó a "subir un interruptor" volviendo a disfrutar de energía. Inisible. Dada la más que mediocre limpieza general y que los desayunos dijeron que comenzaban a las 8 o “más tarde”, desistimos de disfrutar de la gastronomía del lugar y nos fuimos de Rundu. El pago, en efectivo. Es mejor buscar otro sitio para dormir.

Comimos, sin demasiada fortuna, en un “KFC” lo habitual de estos establecimientos (habíamos probado primero en otros más “locales” y con mejor pinta, pero en dos de ellos nos dijeron que “se habían terminado” determinados platos, algo que puede ser más habitual de lo que pensamos). Luego pasamos por los dos mercados locales que, no ofrecieron gran cosa. Uno con carnes a “temperatura ambiente” y las cientos de moscas habituales, verduras no muy turgentes y frutas que parecían de desecho, y el otro, más grande, en donde la mitad de los puestos eran modistas que ofrecían sus tejidos y, con un ejército de máquinas de coser del sigo pasado, te hacían un traje por encargo, y la otra mitad, eran talladores de muebles (siempre de madera y donde olía estupendamente), herreros que trabajan el metal para hacer vasijas y herramientas para el campo, y de vez en cuando, alguien que vendía muñecas, cuencos y otros recuerdos o aparecían media docena de peluquerías (en unos cuartitos de solo un par de metros cuadrados) o algún puesto de “carne a la brasa”.

Así que a eso de las 4 y pico y no teniendo nuestro alojamiento demasiado atractivo para echar una siesta, nos lanzamos hacia el norte, por la Usivi Rd (la única calle larga y asfaltada de ese barrio) con la intención de llegar, en algún momento, hasta las orillas del Okavango, lo que conseguimos a unos 20 km, al meternos por un caminillo de arena que moría, en solo 500 m, en la margen izquierda del gran río, donde pudimos acercarnos a tocar sus aguas. Pero no conveciéndonos el lugar por un entorno nada “romántico”, seguimos un poco más y otro cartel nos avisó de la cercanía del “Camp Hogo” (una especie de cámping), por lo que pensamos que de alguna forma alcanzaríamos una vez más a la orilla fluvial. No fue posible llegar a este cámping pues el camino era muy estrecho y con traicioneras tramspas de arena de varios palmos de profundidad, pero si conseguimos alcanzar un punto curioso: el Sarusunga Border Post, que no era otra cosa que un puente muy precario (para personas y vehículos de menos de 3.500 kg) que atraviesa el Okavango, con un punto fronterizo en el lado namibio y el equilavente en el angoleño, y que parecía estar a punto de cerrar (eran casi las 6 de la tarde) pues un gentío considerable se dirigía en todo tipo de vehículos (taxis, motos, minibuses…) para cruzar, dentro del horario, hasta Angola. Ganas nos dieron de intentarlo al menos caminando, pero desconociendo si hacía falta visado (desde el 1 de octubre de 2023, los españoles no lo necesitamos), algún certificado de vacunación (imprescindible el de la fiebre amarilla) y, sobre todo, los horarios de cierre de uno y otro lado, nos limitamos a curiosear por allí y, estando el ocaso muy próximo, a buscar con el coche una playita o similar donde hacer las típicas fotos de la puesta de sol, algo que conseguimos con cierto éxito, descubriendo otra faceta, escondida y misteriosa, del gran Okavango.

Ya con luces en el coche, volvimos al pueblo donde picamos algo y volvimos a nuestro notoriamente renombrado “Unkurungu guesthouse”, dispuestos a pasar la noche lo mejor que pudiéramos.
Por cierto, hoy día primero de mayo, “Día del Trabajo” y teóricamente festivo en todo el planeta, aquí, en Rundu, no vimos ni por asomo detalle alguno que hiciera penar en tan importante festividad laboral.